Las Capitulaciones (en francés capitular) llamadas de Quierzy fueron promulgadas el 14 de junio de 877 en Quierzy-sur-Oise por el emperador Carlos el Calvo.
Llamado a ayudar al Papa Juan VIII, amenazado por los musulmanes afincados en el sur de la península italica, Carlos el Calvo emprende una segunda expedición a Italia. Previamente reúne una asamblea en Quierzy para organizar la buena marcha de su imperio. En esta asamblea, promulga unas capitulaciones de las que dos artículos (capítulos), que no tenían más que un alcance puntual, la expedición sobre Italia y sus consecuencias directas, han sido considerados como los artículos fundadores del feudalismo, al instaurar la heredabilidad de los honores otorgados por la corona.
Se trata de los capítulos que regulan la cuestión de los honores laicos y eclesiásticos que serán ocupados en este periodo.
De hecho, el texto preveía que estas trasmisiones se hicieran bajo el control real. Carlos el Calvo muere ese mismo año y le sucede Luis II el Tartamudo y los grandes señores feudales ganan progresivamente autonomía.
Sin embargo, estos artículos nunca fueron evocados en la Edad Media para justificar la heredabilidad de los feudos:[1] ya que se daba por hecho que las virtudes guerreras eran transmitidas por sangre. Según algunos autores, el sistema feudal se desarrolló más probablemente por efecto de un edicto de Clotario II, que reservaba el título de conde a los hombres salidos del condado y que poseyeran bienes. Este edicto, que permitía al rey apoderanse de aquellos bienes si la gestión del conde era inadecuada, permitió a éstos aumentar su poder al apoyarse en su red clientelar.[2] Las Capitulaciones de Quierzy no fueron el punto de arranque del feudalismo, pero si no se hicieron entonces los beneficios hereditarios, las medidas tomadas acreditan que de hecho lo eran ya, lo que explica la resistencia que los nobles oponían cuando el rey trataba de privarles de sus beneficios, como si se tratase de algo suyo.
Fragmento de las capitulaciones de Quiersy, año 878:
Si alguno de nuestros fieles, después de nuestra muerte quisiera renunciar al mundo y tuviera a un hijo o un allegado capaz de gobernar el Estado, que se le autorice a transmitirle sus honores. Y si quisiera vivir tranquilamente en su alodio, que nadie ose obstaculizarle en nada y que no se le exija nada salvo prestarse a la defensa de la patria.S. Baluzius, Capitula regum francorum, II, 263-264[3]