Decorum (palabra latina traducible por "lo apropiado" o "lo adecuado")[4] es un principio de la retórica clásica, la poética y la preceptiva dramática, así como de la estética y la teoría del arte, para designar lo apropiado de la utilización de un estilo o una forma para el asunto tratado. También se aplica para prescribir límites al comportamiento social que se considera adecuado en cada situación según las convenciones sociales. Se utiliza directamente en latín en contextos artísticos y literarios (el DRAE recoge este sentido en las acepciones 6, 7 y 8 de la palabra castellana "decoro").[5]
Tanto Aristóteles (Poetica) como Horacio (Ars Poetica) trataron la importancia de la adecuación del estilo al tema en cada género literario (épica, tragedia, comedia). Para Horacio Nunca el asunto cómico permite / trágicos versos; ni el atroz convite / de Thiestes vulgares expresiones, / como narración cómica, tolera. / Ninguna de estas dos composiciones / se aparte de sus límites y esfera.[6]
El pintor clasicista Nicolas Poussin, para justificar un tratamiento sobrio de una escena bíblica que habitualmente se representaba con presencia de animales exóticos como son los camellos (Rebeca y Eliecer), argumentó: No hay que mezclar el estilo frigio con el estilo dorio, metáfora musical que permite comprobar que no sólo la literatura y las artes plásticas, sino también la musicología tiene su propia versión del decorum.[7]
Aunque una pose "decorosa" no tiene por qué coincidir con una pose pudorosa (sólo sería así en el caso de que los personajes o el ambiente representado así lo exigieran), la represión del desnudo en el arte, especialmente a partir del Concilio de Trento (1545-1563), se convirtió en una obsesión que identificó ambos términos, llegando a extremos como la mutilación de estatuas clásicas, cuyos genitales se cubrieron con hojas,[8] o la intervención de Daniele da Volterra il Braghettone sobre El Juicio Final de Miguel Ángel (1564).[9]
Tampoco se identifica el decorum con la modestia, como prueban las poses orgullosas o displicentes de la denominada Grand Manner del retrato inglés, en lo que rivalizaron Joshua Reynolds y Thomas Gainsborough.[10]
El decorum, que se asocia sobre todo, pero no exclusivamente a la selección estilística, a la elocutio, se perfila como la categoría central a la hora de tomar decisiones dentro de las posibilidades que ofrece el sistema retórico. Al tratarse de una categoría no técnica, externa al sistema de categorías que configuran y organizan la producción retórica, su elevación a criterio decisivo subraya aún más la dimensión moral de la que, incluso en cuestiones estilísticas, Quintiliano desea dotar a la retórica.
Versibus exponi tragicis res comica non uult;indignatur item priuatis ac prope socco
dignis carminibus narrari cena Thyestae.
Singula quaeque locum teneant sortita decentem.
Interdum tamen et uocem comoedia tollit,
iratusque Chremes tumido delitigat ore;
et tragicus plerumque dolet sermone pedestri
Telephus et Peleus, cum pauper et exul uterque
proicit ampullas et sesquipedalia uerba,
si curat cor spectantis tetigisse querella.
Non satis est pulchra esse poemata; dulcia sunto
et, quocumque uolent, animum auditoris agunto.
Vt ridentibus adrident, ita flentibus adsunt
humani uoltus; si uis me flere, dolendum est
primum ipsi tibi; tum tua me infortunia laedent,
Telephe uel Peleu; male si mandata loqueris,
aut dormitabo aut ridebo. Tristia maestum
uoltum uerba decent, iratum plena minarum,
ludentem lasciua, seuerum seria dictu.
Eighteenth-century British artists and patrons used the terms "Grand Manner" or "Great Style" to describe paintings that utilized visual metaphors. By extension, the Grand Manner came to include portraiture—especially at full length and in life size—accompanied by settings and accessories that conveyed the dignified status of the sitters. Classical architecture, for instance, signified one's civilized demeanor, whole woodland glens implied natural sincerity.The postures and gestures in Grand Manner portraits were often derived from ancient Roman sculpture or Italian Renaissance paintings. Another major precedent was early seventeenth-century English court portraiture by the two Flemish masters knighted by King Charles I, Sir Peter Paul Rubens and Sir Anthony van Dyck. The connoisseur was expected to appreciate these artistic sources and their subtle references, just as educated readers were assumed to recognize authors' quotations form earlier literature.
At its annual exhibitions, London's Royal Academy of art permitted a few entries from students, independent artists, and foreigners. Life membership, however, was limited to no more than forty painters, sculptors, and architects. Such a small group of full academicians generated intense jealousy. English society, for instance, relished the rivalry between Sir Joshua Reynolds, knighted as the official court artist, and Thomas Gainsborough, whom all the royal family preferred to paint their portraits. Regardless of their different techniques and attitudes, both Reynolds and Gainsborough incorporated into their Grand Manner portraits the social symbolism expected by their clientele.