Imagen de culto, imagen religiosa o imagen sagrada es la forma de denominar a las formas del arte religioso que consisten en la representación figurativa de una divinidad, un ser sobrenatural o cualquier otra figura de carácter religioso a la que se rinda culto (culto a las imágenes).[1] También hay imágenes religiosas no figurativas, como los mandalas.
Pueden ser escultóricas o pictóricas. La mayor parte de las religiones tienen una u otra forma de culto en la que se emplean imágenes. La prohibición de representación de imágenes propia del judaísmo y el islam (aniconismo) no se sigue en el cristianismo, a excepción de algunos periodos (iconoclastia bizantina del siglo VIII[2] e iconoclasia protestante del siglo XVI).
Es un lugar común denunciar como supersticiosos determinados rasgos de la religiosidad popular en el culto a las imágenes, particularmente cuando algunas alcanzan fama de imágenes milagrosas.[3] No obstante, las imágenes se consagran al culto, por lo que de algún modo se consideran objetos sagrados. Otros, que la tradición remonta a los inicios del cristianismo, son denominados vera icon ("verdadera imagen") o acheiropoietos ("pintados sin manos humanas"); aunque su datación cronológica y estilística no se suele remontar más allá del arte medieval (particularmente al arte bizantino) y no al arte paleocristiano (el de los primeros siglos).[4]
Siguiendo el camino real, fieles al magisterio divinamente inspirado de nuestros santos Padres y a la tradición de la Iglesia católica, pues la reconocemos ser del Espíritu Santo que habita en ella, definimos con todo esmero y diligencia, que lo mismo que la de la preciosa y vivificante cruz, así también hay que exhibir las venerables y santas imágenes, tanto las de colores como las de mosaicos o de otras materias convenientes, en las santas iglesias de Dios, en los vasos y vestidos sagrados y en los muros y tablas, en las casas y en los caminos: a saber, tanto la imagen de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como la de nuestra inmaculada Señora, la santa Madre de Dios, y las de los honorables ángeles y de todos los santos y piadosos varones. Porque cuanto más se las contempla en una reproducción figurada, tanto más los que las miran se sienten estimulados al recuerdo y afición de los representados, a besarlas y a rendirles el homenaje de la veneración (proskynesis timetiké), aunque sin testificarle la adoración (latría), la cual compete sólo a la naturaleza divina: de manera que a ellas (las imágenes) como a la figura de la preciosa y vivificante cruz, a los santos evangelios y a las demás ofertas sagradas, les corresponde el honor del incienso y de las luces, según la piadosa costumbre de los mayores, ya que el honor tributado a la imagen se refiere al representado en ella, y quien venera una imagen venera a la persona en ella representada.Concilio de Nicea II, año 787.[5]