El pecado original, también llamado pecado ancestral,[1][2] es una doctrina cristiana del estado de pecado en el cual se halla la humanidad cautiva como consecuencia de la caída del hombre, originado por la rebeldía de Adán y Eva en el Jardín del Edén, es decir, el pecado de la desobediencia al consumir un fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Dicho estado de pecado sería transmitido a toda la humanidad y consistiría en la privación de la santidad y de la justicia originales, las cuales Adán y Eva poseían en un principio antes de comer del fruto prohibido.[3]
El concepto «pecado original» fue concebido en el siglo II por Ireneo (h. 140-h. 202), obispo de Lyon, en su controversia con algunos gnósticos dualistas.[4] Otros padres eclesiásticos como Agustín de Hipona (354-430) también desarrollaron la doctrina,[3] quienes la justificaron en las enseñanzas de Pablo de Tarso (Romanos 5:12–21[5] y 1 Corintios 15:21-22[6]) y en el versículo Salmos 51:5.[7][8][9][10][11][12] Tertuliano, Cipriano, Ambrosio y Ambrosiaster consideraron que la humanidad comparte el pecado de Adán, transmitido de generación en generación. Interpretación particular hicieron Martín Lutero y Juan Calvino, quienes lo identificaron con la concupiscencia, la cual, según su interpretación, destruiría el libre albedrío.[3] Dentro del catolicismo, el movimiento jansenista, al que la Iglesia declaró herético, también mantenía que el pecado original destruía el libre albedrío.[13] En su lugar la Iglesia católica declara que «[e]l bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual».[14] «Aún debilitado y disminuido por la caída de Adán, el libre albedrío no es destruido en la carrera».[15] En cuanto al protestantismo algunas denominaciones tienen diferentes interpretaciones del pecado original.