La figura del rey de los visigodos pasó de un jefe guerrero a un soberano de pueblos, y después a un monarca tradicional, con un poder inmenso pero sometido a la ley.
Como máxima autoridad, el rey nombraba a metropolitanos y obispos, convocaba y asistía a las aperturas de los concilios generales en los que realizaba un discurso de apertura, y más tarde (desde el VIII Concilio de Toledo) les dirigía un escrito llamado tomus con una exposición general de los temas a tratar.
En algunos concilios se pusieron límites a la autoridad real, pero en general la autoridad del monarca era casi absoluta.