El vitalismo es una teoría protocientífica según la cual los organismos vivos se caracterizan por poseer una fuerza o impulso vital que los diferencia de forma fundamental de las cosas inanimadas y no está sujeta a las leyes fisicoquímicas generales.[1] A este impulso vital se le suele denominar como élan vital, término acuñado por Henri Bergson en 1907.[2] A pesar de una larga trayectoria histórica intentando demostrar que se trataba de una teoría obsoleta, la obra de Georges Canguilhem y los trabajos de la teórica Jane Bennett siguen planteando que el alcance explicativo del vitalismo sigue más vivo que nunca.[3]
Tradicionalmente se describe como una fuerza inmaterial específica, distinta de la energía estudiada por la física y otro tipo de ciencias que, actuando sobre la materia organizada, daría como resultado la vida y sin la que sería imposible su existencia. Este fundamento físico en su sentido más puro se encuentra actualmente rechazado,[4][3] no obstante, también encuentra base en fundamentos antropocéntricas y racionalistas, entre otros.
La tesis contraria, el antivitalismo, propugnaba que la fuerza vital no existe y que las reacciones fisicoquímicas que se dan en un organismo vivo siguen las mismas leyes que rigen en la materia inanimada.
También se conoce por «vitalismo» a lo que Scott Lash y otros autores llaman «defensa de la vida».[5] Así, sería usado por movimientos tales como el movimiento animalista,[6] el antiabortismo,[7] el antimilitarismo, el ecologismo, el pacifismo[8] y el veganismo, pero también por estudiosos de la obra de pensadores como Friedrich Nietzsche[9] y José Ortega y Gasset.[10] Los planteamientos orientales de esta segunda definición vendrían de la mano del maestro jaina Mahāvīra en el Oriente, quien combinó el ascetismo de Parsuá con las enseñanzas de los naturalistas ajivika, término que en sánscrito significa «vivientes».